Mi encuentro con los mejillones y una charla con naturalistas a través del tiempo


El lado humano de un artículo científico



Ciencias del mar y de la Tierra

Recientemente recibí de revisores las observaciones a un manuscrito científico de resultados de nuestras investigaciones más recientes; al leerlas, la mayoría muy acertadas respecto a aspectos técnicos, deducciones e interpretaciones, me hicieron aprender y mejorar el trabajo. Además de señalar observaciones, pidieron ajustar el manuscrito al menor número de páginas posible.

Una prioridad de las revistas científicas de alto nivel es aprovechar al máximo sus espacios y publicar únicamente lo que consideran esencial para obtener el mayor costo–beneficio. Esta política, fortalecida desde el siglo pasado, me hizo percibir que en los artículos científicos actuales nada, o muy poco, se nota el lado humano, el contexto cotidiano e histórico, las experiencias personales que hay detrás de cada texto.

También noté que esas experiencias pueden ser tan ricas y aleccionadoras para la formación académica y la percepción social de la ciencia, como el propio valor técnico–científico de un artículo de investigación. Esta reflexión, me hizo recordar un artículo sobre mejillón que se publicó en 2003 y que, a nivel personal, me regaló una riquísima experiencia que ahora me motiva a compartirla.

De Galicia a Ensenada

Al poco tiempo de haber llegado a Ensenada, después de estudiar un doctorado en la Universidad de Santiago de Compostela, en colaboración con el Instituto de Investigaciones Marinas de Vigo, en Galicia, España, permanecía latente el recuerdo de la emoción que sentía allá al caminar desde la estación del tren hasta la universidad, por las calles románicas de la ciudad, casi siempre lloviendo y con mucho frío, pero acompañado del aroma de café e incienso que desde muy temprano emanaban de los bares y las tiendas de souvenris del casco viejo o centro histórico, como conocemos al corazón más antiguo de las ciudades en México. Con ese recuerdo, me disponía a aplicar mis conocimientos sobre biología y cultivo de mejillón, con la ilusión y deseo de contribuir a mejorar su producción en nuestro país.

Galicia se caracteriza por ser cuna del cultivo de mejillón en Europa. La experiencia y conocimiento sobre ese recurso que me compartieron allá, me alentaban a aplicarlos aquí.  La Universidad de Santiago de Compostela, fundada en 1495 como escuela de Gramática y posteriormente reconocida como universidad en 1501 me generaba una mezcla de sentimientos encontrados: me remontaba a los tiempos de la terrible conquista española, pero también a la solemnidad de la enseñanza en una universidad tan antigua, en medio de tradiciones y creencias celtas de “meigas” (brujas o hechiceras) y duendes socarrones. Desde luego, el sepulcro del apóstol Santiago a resguardo en la catedral de Santiago de Compostela y el camino de Santiago me ofrecían un sentimiento muy especial.

Esos recuerdos y sensaciones chocaban con mi reciente ingreso al Centro de Investigación Científica y de Educación Superior de Ensenada (CICESE), ideado y promovido por el Dr. Nicolás Grijalva, primer oceanógrafo mexicano. La creación de este centro se aprobó por el tristemente célebre presidente de México Luis Echeverría Álvarez que, en 1972, anunció su creación. Aún recuerdo cuando tenía 10 años y las puertas de la primaria donde estudiaba fueron bloqueadas por camiones escolares para evitar el ingreso de “porros” que venían de la prepa 9 ubicada en Insurgentes Norte en el entonces Distrito Federal, en apoyo al movimiento estudiantil del 68. Los maestros y la prensa nacional nos alertaban del peligro; meses después y a hurtadillas en el cuartito de servicio de la casa de mis abuelos, vi las fotografías de la masacre en la Plaza de las Tres Culturas publicadas en la revista Time Life que coleccionaba mi abuelo.

Más tarde, la lectura de La Noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, me ayudó a comprender la magnitud de ese dramático acontecimiento. Se dice que Luis Echeverría, para congraciarse con los estudiantes, promovió la descentralización de la educación superior en México; de esa política surgió el apoyo para crear el CICESE, lo cual evidencia que siempre hay un contexto histórico y social en los grandes cambios. Nuevamente, del drama y la injusticia surgen frutos que abren nuevos horizontes de esperanza y buenaventura, hoy CICESE es uno de los centros de investigación más reconocidos en México y contribuye al desarrollo científico y tecnológico de nuestro país.     

Hipótesis en la playa

En este marco emocional inicié el estudio de los mejillones nativos de la zona rocosa de Baja California, donde habita un mejillón conocido localmente como “Choro” cuyo nombre científico es Mytilus californianus, que se caracteriza por una concha gruesa y pesada, con estrías longitudinales muy distintivas; sus bancos naturales han sido sobreexplotados al grado que ya es muy difícil encontrarlos en el mercado local. Simultáneamente, estudiaba al mejillón del Mediterráneo o mejillón Gallego, que se cultiva en la Bahía de Todos Santos y fue introducido de Europa a California y Baja California, el siglo pasado. Su nombre científico es Mytilus galloprovincialis, tiene una concha suave, ligera y sin estrías.

Una mañana, en la primavera de 1997, durante una caminata por la playa de la Misión, a un lado de la carreta Tijuana-Ensenada, observaba las huellas de mis pies que se borraban a la llegada de las olas. Algunas conchas, arrastradas por el mar quedaban entre la espuma y la arena; entre éstas llamaron mi atención varias conchas de mejillones bien conservadas –gruesas y pesadas, con las estrías características del “Choro”–, pero había conchas igualmente pesadas pero lisas.

Recordé que la hibridación entre especies de mejillones es posible y me surgió una duda: ¿esos ejemplares podrían ser híbridos resultado de la cruza del “Choro”, la especie nativa, con el mejillón del Mediterráneo, ¿la especie introducida? Me llevé algunas conchas para estudiarlas con mayor detenimiento. Al poco tiempo corroboré mi hipótesis durante un viaje de regreso al Instituto de Investigaciones Marinas, ubicado en Bouzas, un barrio costero típico gallego donde realizaba mi tesis bajo la dirección de Antonio Figuera Huerta, pionero en las investigaciones sobre las enfermedades del mejillón, la ostra plana y otros moluscos bivalvos, con gran prestigio internacional y solo unos años mayor que yo.

Él sugirió pedir la opinión de su padre, el Dr. Antonio Figueras Montfort (1918-2007), un científico con mucha experiencia, amable, ampliamente reconocido en España, experto en biología y cultivo del mejillón, sobreviviente de la Guerra Civil Española y muy religioso. Siempre me trató con mucho respeto y se refería a mi como “El Mexicano” cariñosamente. Ambos coincidieron conmigo respecto a una posible hibridación y me alentaron a continuar el estudio.

Motivado y entusiasmado regresé al laboratorio a mi cargo en el Departamento de Acuicultura del CICESE donde, como mencioné, iniciaba estudios sobre los mejillones. En esos años (fines de los 90) en el laboratorio no se contaba con las metodologías modernas de genética molecular para determinar si había hibridación entre esas especies, tampoco había un laboratorio para reproducir a los mejillones, así que continuamos con el estudio morfológico de los ejemplares.

Dado que sabíamos que el mejillón del Mediterráneo se introdujo a California el siglo pasado, sabíamos que en años anteriores no habría mejillones con características ambiguas. Eso nos llevó a estudiar las colecciones de conchas provenientes de concheros, que son depósitos de conchas dejados por los pueblos originarios a lo largo de zonas costeras que demuestran su uso y consumo antes de la invasión española.

Concheros, vestigio histórico

En el museo de historia de Ensenada, ubicado en el Centro Social, Cívico y Cultural Riviera –que fue un famoso casino de estilo colonial en los años 30, visitado por estrellas cinematográficas de la época, como Johnny Weismuller o Rita Hayworth– existe una pequeña colección de conchas encontradas en el Conchero Las Rosas, atribuido a los indígenas Kumiai de la zona de Ensenada, y con una antigüedad estimada en 4,000 años. Manuel Ibarra León, director del museo, nos permitió tener acceso a la colección; lamentablemente, no había suficientes conchas en buen estado que nos permitieran un análisis morfológico completo.

A falta de muestras adecuadas de concheros en Ensenada, acudimos al museo del Hombre en San Diego, California, ubicado en el parque Balboa, una ex hacienda colonial perdida por México tras la firma del vergonzoso tratado de Guadalupe–Hidalgo en 1848. Gracias a Manuel Ibarra supimos que en ese museo podría existir una colección de concheros. Efectivamente había una, denominada Colección Hubbs, en honor a Carl Leavitt Hubbs, un ictiólogo y naturalista estadounidense que de 1944 a 1969 fue profesor de biología en el Scripps Institution of Oceanography en la Universidad de California, San Diego, en La Jolla. Durante esos años recorrió varias veces las costas de la península de Baja California donde colectó conchas de concheros e integró la colección que finalmente donó al Museo del Hombre en 1973.

Al llegar al museo, me recibió el curador, un señor mayor, a quien comenté el motivo de mi visita. Dijo que llegaba oportunamente, pues, esa colección sería desechada por falta de espacio y porque nadie la había consultado. Se alegró de mi interés por la colección y me condujo hacia los sótanos del museo por escaleras y pasillos estrechos con un olor muy fuerte a naftalina y varias ratoneras en los rincones de los pasillos.

Llegamos a un salón poco iluminado donde estaba la colección Hubbs: cajas embaladas y listas para llevarse al basurero. El curador me dejó a solas para revisar la colección con toda libertad. En ese ambiente de soledad, en el sótano del museo que albergaba múltiples objetos de la historia del hombre de California y otras partes de Estados Unidos y México, me sentí invadido por esa atmósfera solemne, tranquila, apacible que reunía la esencia misma de la historia.

Con cierto nerviosismo y muchas expectativas, me emocioné al abrir las cajas y comenzar a descubrir su contenido: sobres cerrados, fotografías, descripciones y notas escritas por el puño y letra de Hubbs. Saqué algunos ejemplares y comencé a tomar medidas y fotografías (con cámara de rollo y flash) para constatar si las conchas de aquellos mejillones eran similares a las que suponíamos fueran resultado de hibridación; ejemplares tocados por nuestros antepasados, ahora en mis manos.

Hubbs murió en 1979, pero sentía como si estuviera conversando con él, compartiendo el interés y pasión por sus hallazgos y ayudándome en mi investigación. Salí muy contento por evitar que ese legado de Hubbs fuese desechado del museo. Hice un par de visitas más para culminar mi trabajo, parte de la duda estaba resuelta.

Antes de la invasión española existían los dos tipos de conchas en la zona costera del Pacífico de la península de Baja California, lo cual indicaba que se trataba de una variante del “Choro” y no de un híbrido. Sin embargo, yo quería ir aún más atrás y me dirigí a visitar el Museo de Historia Natural de San Diego, también en el parque Balboa, para estudiar la colección de fósiles de mejillón.

Durante la visita, en compañía de dos de mis estudiantes, Rebeca Vásquez Yeomans y Sergio Curiel Ramírez, y del Dr. Miguel Ángel del Río revisamos cada estante y gaveta con las conchas fosilizadas de mejillones y otros moluscos. En un ala reservada del museo estaba la colección de fósiles, muy bien ordenada y catalogada. Vimos conchas con las características del “Choro” con lo cual descartamos que una de sus formas pudiera ser un híbrido.

Estábamos cansados, hambrientos y con ganas de regresar a casa; solo quedaba un cajón por revisar, el más alto del estante, que estuvimos a punto de descartar; sin embargo, en un último intento acercamos la escalera y me subí a revisar el cajón. Mi sorpresa fue mayúscula al encontrar ¡un ejemplar fosilizado con las características del mejillón del Mediterráneo, lo cual, a primera vista, sugería que el mejillón del Mediterráneo, o una especie muy parecida, ya estaba en América desde la prehistoria.

Tres tipos de mejillones: de arriba hacia abajo, respectivamente: mejillón de cultivo o mejillón del Mediterráneo, Mytilus galloprovincialis; choro o Mytilus californianus, con el genotipo nuevo; choro o Mytilus californianus típico.

Revisando la ficha de ese fósil, encontré que lo describió Ida Shepard Oldroyd (1856-1940), una malacóloga estadounidense y curadora de la colección de conchas de la Universidad de Stanford durante más de 20 años y  que durante un tiempo fue considerada como la segunda colección más grande de conchas de moluscos del mundo. Nuevamente, sentí una comunicación muy especial con esa investigadora, con sus conocimientos, su legado que, de alguna manera, estaban ahí para nosotros, para dar continuidad a algo que ella había descrito hace mucho tiempo.

Ida fue reconocida como una pionera activa y temprana de la malacología en el oeste de los Estados Unidos. La pregunta ahora era si ese fósil efectivamente se trataba de Mytilus galloprovincialis u otra especie parecida que hubiese existido hace miles de años. Al documentarnos sobre el hallazgo encontramos que presumiblemente podría tratarse de un ancestro de Mytilus trossulus, un mejillón Americano y que esa especie finalmente se encontraba en América y que de ahí salieron los linajes que dieron origen al mejillón azul Mytilus edulis, en el norte de Europa, y al mejillón del Mediterráneo Mytilus galloprovincialis.

La conclusión fue que con la evidencia recabada, no habría hibridación entre el “Choro” y el mejillón del Mediterráneo, que esa especie fue introducida a California y Baja California en el siglo XX  y que, en términos evolutivos, una especie muy parecida originada en el norte de América (Mytilus trossulus) dio origen a las formas europeas.

Siguiendo la pista de un ejemplar tipo

Por otra parte, y de nuevo por una especie de guía del destino, un año después, en 1998 asistí al Third International Symposium on Aquatic Animal Health en Baltimore, Maryland, EUA. Sabía que en el museo de Historia Natural de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia se encontraba el ejemplar tipo con el que Timothy Abbott Conrad había descrito a la especie de “Choro” como Mytilus californianus en 1837.

Filadelfia se encuentra a aproximadamente dos horas de Baltimore por tren y decidí ir al museo en un recorrido nuevamente emocionante y lleno de expectativas. Cabe señalar que Conrad fue un geólogo y malacólogo estadounidense que estudió los moluscos del Terciario y Mesozoico de Alabama, California, y otras regiones de Norteamérica y describió a numerosas especies de moluscos; es reconocido como un gran naturalista. Recordemos que un ejemplar tipo es el espécimen a partir del cual se ha perfilado la descripción que justifica el nombre de la especie y que se conserva permanentemente en alguna institución (museo de historia natural, herbario, centro de investigación, etc.) perfectamente etiquetado y localizable.

Me trasladé en tren al museo, lamentablemente al llegar estaba cerrado. No pude cumplir mi objetivo de saber si en la descripción original de la especie, Conrad describió las dos formas del “Choro”. Recordé que posiblemente en el museo Smithsonian de Historia Natural de Washington D. C. (a hora y media de Filadelfia) encontraría otros ejemplares de la especie en su colección. Nuevamente tomé el tren; al llegar el museo estaba cerrado; sin embargo, por no dejar, toqué la puerta con cierta insistencia.

De nuevo apareció la buena fortuna: abrió la puerta una investigadora de mediana edad, latina, a quien le expliqué el motivo de mi visita. Por alguna razón, tal vez la coincidencia de nuestro origen y que casualmente estaba trabajando ese día, me dejó entrar explicándome que era una situación excepcional, pero que me ayudaría. Agradecí muchísimo que me permitiera tener acceso a la colección de conchas en la que se encontraban “Paratipos” (ejemplares colectados junto al ejemplar Tipo) de Mytilus californianus ¡enviados por el propio Conrad!

Fue emocionante estar en un museo de renombre mundial, el Smithsonian, abierto en 1910, embebido en un ambiente tan majestuoso como silencioso, que atesora más de 140 millones de ejemplares biológicos y artefactos culturales conocidos por la humanidad. En un rinconcito de ese gran museo, en un escritorio viejo y bajo la luz de una lámpara, pude tener en mis manos ejemplares que fueron identificados por Conrad en 1837. Eso ya era especial, pero aún había más: la ficha descriptiva indicaba que los ejemplares habían sido colectados por Thomas Nuttall, un reconocido botánico inglés que trabajó en América, de 1808 a 1841, recolectando las conchas que posteriormente identificó Conrad. Me sentí maravillado por esos hechos que me daban una inexplicable sensación de estar en comunicación con esos ilustres personajes del pasado, contagiado por la emoción de sus descubrimientos y aclarando mis dudas.

Finalmente publicamos el trabajo en el Journal of Shellfish Research dando cuenta de la variante morfológica o fenotipo del “Choro” que no había sido descrita. Para ello, con la estadística, también nos ayudó mi amigo Ignacio Méndez Gómez Humarán, lo cual muestra lo multidisciplinario de un trabajo de investigación. Sin embargo, ahí no acaba la anécdota. Años después, viajamos de Ensenada a San Diego, a la biblioteca de Scripps para obtener fotocopias de artículos, no relacionados con el tema, que no encontrábamos en la biblioteca del CICESE; entonces, sin Internet, sacábamos muchas fotocopias. Al llegar a mi oficina comencé a ordenarlas y una atrajo mi atención porque la página de inicio coincidía con un obituario que se encontraba en la página anterior y publicaba la fotografía de una señora mayor; vi la imagen y al leer su nombre me quedé atónito.

Era ¡Ida Shepard Oldroy! La investigadora que había encontrado y descrito el fósil del mejillón similar a Mytilus trossulus que encontramos en el último cajón de la colección de fósiles y nos dio la respuesta a lo que buscábamos en años anteriores. El devenir de mis investigaciones me conectó con los conocimientos, la pasión y los descubrimientos de Hubbs, Conrad, Nutall y Shepard que, de alguna forma, me guiaron hasta encontrar la respuesta que buscábamos. Y el destino o la casualidad mediante la buena voluntad de las personas que me ayudaron.

Timothy Abbott Conrad (1803-1877) y Thomas Nuttal (1786-1859)

Todos estos conocimientos, tarde o temprano, invariablemente tienen una utilidad práctica para la sociedad. Recordemos que la proteína que produce el mejillón para adherirse fuertemente a las rocas ha servido para fabricar pegamentos de uso cotidiano; la estructura diferencial de las conchas que hemos descrito también podría aplicarse al diseño de estructuras o implementos para resistir mejor el embate de las olas.

El conocimiento trasciende al tiempo y al espacio, y el espíritu humano se comunica entre generaciones. Las personas se van, pero sus conocimientos persisten y su espíritu se comunica a través de su legado; los conocimientos que obtengamos hoy tal vez ayudarán a la comunicación del futuro, con nuevas generaciones, para seguir enriqueciendo el conocimiento del hombre, de la vida.

De alguna manera, la fotografía de Ida Shepard Oldroy llegó a mis manos muchos años después de que ella colectó y describió ese fósil de mejillón; desde entonces, la considero mi abuelita académica ¿Coincidencias del destino o comunicación entre personas a través del tiempo?

Todo lo descrito aquí estuvo detrás de una publicación científica acotada exclusivamente a aspectos técnicos, académicos y a los espacios editoriales; pero, también, representan emociones y conocimientos que nos ayudan a comprender el lado humano de la ciencia. No se publican, pero conocerlos podría contribuir a modificar el estereotipo del científico que percibe la sociedad.

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*El Dr. Jorge Cáceres Martínez es investigador en el Departamento de Acuicultura del CICESE.

Edición del texto: Norma Herrera

Palabras clave: mejillones, Mytilus californianus, choro, Mytilus galloprovincialis, Ida Shepard

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